Regreso de mis vacaciones estivales con la (pen)última ópera de Mozart, La clemenza di Tito, que escuché hace ya casi un mes (¡tengo mucho que recuperar!), durante un largo viaje en autobús entre Bayreuth y Berlín.
Volver a escuchar un Mozart nuevo siempre tiene algo especial. Recuerdo mi primera vez, niño pequeño, tendría yo unos 8 años. O menos, no me acuerdo. mi padre me llevó a una versión infantil de Zauberflöte, la Pequeña Flauta Mágica. Era el Auditorio de Albacete, cantada en español, con medios más que modestos. Y me encantó. No por la música o el canto, sino por la historia: maravilla, sueño, cuento. Me quedaron grabadas las campanillas de Papageno en mi pequeña cabecita. Unos pocos años después, ya adolescente, me encandilé de Don Giovanni y su espectacular final, y ahí comenzó mi aventura.
Desde entonces, mi enamoramiento con el no-austríaco se ha matizado. Otros compositores han ocupado ese lugar en mi insignificante podio personal: algunas de sus obras me han apasionado, otras solo me gustan e Idomeneo Re di Creta es un remedio infalible para el insomnio. El impresionante catálogo de óperas de Mozart está dividido en obras maestras universales, que gustan a todo el mundo, y simples obras maestras, solo para el que las sepa apreciar. Aun así, conocer una nueva ópera del salzburgués es una experiencia, una oportunidad de revivir esa música que habla con el alma de lo sublime. ¿O no?
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